sábado, 3 de septiembre de 2011

10. RECORDANDO A MI PADRE - 1.


La vida de cualquier persona se puede resumir en muy pocas palabras: las que se graban en su lápida, a modo de epitafio… En ese caso, la de mi padre se plasmaría así: “Marzio Golden. Azuaga, 1950-Madrid, 2007. Añorado padre y esposo” Bonito, hermoso y conciso resumen, ¿verdad? Pero mi padre era mucho más que algunas palabras grabadas en una lápida… Y por eso hoy, dos años después de su muerte, voy a contaros parte de su vida, y la de aquellas personas que le acompañaron en su breve paso por este mundo… Lo mejor es empezar por el principio…

Al terminar la segunda guerra mundial, era bastante frecuente la llegada a España de numerosos inmigrantes, que buscaban su “pequeño lugar al sol”, lejos de unos países (como Italia y Alemania) devastados por las bombas y por la codicia de los vencedores. De esa manera, una mañana del cuatro de abril de 1947, aparecieron en el municipio extremeño de Azuaga una pareja de inmigrantes italianos, llevando de la mano a una niña de pocos años. La mujer, Grazia de Angelis, tenía poco más de veinte años, y era una auténtica belleza. El hombre, más cerca de los cuarenta que de los treinta, se llamaba Massimo Golden. Y la niña, de dos años, tenía por nombre Agustina Golden.

Su mayor afán era comenzar de nuevo, porque demasiados recuerdos negativos de su Italia natal hacían necesario un cambio. Massimo había participado en la batalla de Monte Casino del lado fascista, de hecho, se había presentado más o menos voluntario en 1942, y aunque afirmaba no haber disparado un solo tiro en los combates (o al menos, no haber matado a nadie), después de la derrota, notaba cierta reticencia por parte de sus vecinos… Y por eso, se puso en contacto con Manuel Gómez Pérez, un antiguo compañero de armas (uno de tantos fascistas españoles, ansiosos de combatir con “Il Duce”), que era dueño de extensas superficies de campo sin cultivar en Extremadura, en los alrededores del pueblo de Azuaga. El acuerdo fue muy sencillo: Massimo podía cultivar las tierras, Manuel pondría la financiación inicial para compra o alquiler de maquinaria, semillas y otros suministros, y a cambio se quedaría con el sesenta por ciento del importe de la venta de la cosecha, aunque con el paso de los años, las proporciones se modificaron en beneficio del abuelo…

Massimo y Grazia emprendieron el viaje desde la región de l´Aquila en marzo de 1947, con su pequeña hija Agustina. Y el trayecto resultó muy complicado: grandes zonas de Italia y de Francia estaban todavía devastadas por la guerra, y era muy frecuente el tener que abandonar el tren en medio de ninguna parte porque se había quedado sin combustible, o por los desperfectos en la vía… Por no hablar de las ruinas que a menudo se alzaban a ambos lados, y que no habían sido retiradas. Otros tramos del viaje los hicieron en la pequeña camioneta de un chatarrero, o directamente andando. Mi tía Agustina recordaba haber viajado dentro de una carretilla, que su padre o bien empujaba delante de él a la manera tradicional, o bien había atado al cinturón, y la llevaba detrás de él… junto con su reducido equipaje: dos pequeñas maletas de cartón, con algo de ropa, unas pocas fotografías, y algunos recuerdos…

Al haber conservado sus documentos de veterano del ejército fascista, y sobre todo al venir avalado por Manuel Gómez Pérez, no tuvieron grandes problemas para cruzar la frontera desde Francia, aunque de todas formas conocían a diversos pasadores, antiguos contrabandistas que recorrían los Pirineos por múltiples sendas. La llegada a España fue, por lo tanto, sencilla… aunque les impresionó mucho el seguir viendo muestras de la destrucción que se había producido durante la Guerra Civil… En algunos municipios extremeños, todavía se hablaba en voz baja de personas que habían sido despertadas en mitad de la noche, conducidas luego a los pozos de las minas abandonadas, fusiladas y arrojados sus cuerpos a lo más profundo… O de la tapia posterior del cementerio del pueblo, que todavía hoy sigue mostrando las huellas de los balazos…

La llegada al pueblo fue, de alguna manera, profética: eran los extraños que llegaban “de fuera”, como pasajeros del tren correo, para cultivar las tierras del fascista. Por supuesto, no entendían casi nada el español, aunque contaron con la ayuda de Isabel Del Río, una de las maestras de la escuela, y con la del Padre Gonzalo, el sacerdote titular de la Parroquia del Cristo del Humilladero. Hicieron falta varios meses para acostumbrarse a las estridencias climatológicas, y un par más para conseguir entrar en los círculos del pueblo. Massimo era un “contadino”, o sea, un campesino, por lo que disponía de suficientes conocimientos para comenzar las labores de la tierra, aunque le habría venido muy bien disponer de la ayuda de un caballo en el campo, y de manos extra para volver habitable la casa. Todo estaba muy abandonado, muy “dejao”, tal y como diría la “tía Luisa”.

La casa era muy grande, con dos corralones en la parte de atrás, y un patio lleno de broza, de maleza y de diversos árboles, que habían estado creciendo salvajes durante los últimos veinte años. Las paredes eran muy fuertes, al haber sido construidas a la antigua usanza, con mortero, piedra, paja y otras mil cosas. Hicieron falta dos meses y medio para talar todos los árboles, menos una centenaria higuera, y almacenar los troncos como leña para el invierno. Don Faustino, el boticario, también colaboró en la tarea, proporcionando los ungüentos necesarios para curar las heridas de las manos; y el vecino, “Miguelón para los amigos”, tampoco tenía ningún problema en robarle un par de horas al sueño todas las mañanas para ayudar a mi abuelo en la poda y desescombro.

Para el mes de septiembre, las obras estaban lo bastante avanzadas como para restaurar el tejado, y pasar allí el otoño con cierta comodidad, pues durante los primeros meses estuvieron viviendo en el mayor de los dos corrales, cubriendo el techo con una lona embreada. Grazia era una mujer de carácter fuerte y muy emprendedora, algo no muy habitual en la España de aquellos tiempos (menos aún en la sociedad rural), y se había empeñado en ayudar en todo lo posible a la colectividad, al margen de las labores de la casa y de echar una mano en las del campo, como puerta de entrada en un mundo en el que todavía se sentía extranjera. Por eso, colaboraba con otras mujeres en la confección de ropa para los más pobres, o en la limpieza de las calles y las decoraciones para las fiestas patronales, y una larga lista de actividades, que le permitieron ganarse el cariño de numerosas mujeres.

Y Massimo, mientras tanto, se encargaba primero de acondicionar los campos, que requerían por encima de todo un desbrozamiento intensivo al llevar muchos años en barbecho y luego, retirar todas las piedras que pudieran dañar el arado (al menos, aquella primera vez tuvo que hacerlo todo “a la antigua usanza”, con arado, caballo… y mucha paciencia). Fue una tarea impresionante, y con ellas tuvo material suficiente para construir, con un poco de mortero, dos grandes mojones, en el camino de acceso cerca de la carretera comarcal (que ahora se llama BA-016). La mayor fortuna consistió en el pequeño manantial que se encontraba en medio de la parcela, y gracias al cual, además de las tierras de cultivo de cereales, Massimo pudo poner en marcha una pequeña huerta, que con el paso de los meses les suministraba alimento suficiente para toda la familia, además de un pequeño remanente para efectuar el trueque con los vecinos. Mi tía Agustina se quedaba casi todo el tiempo con su madre, pues salvo en primavera y en algunas jornadas del otoño, el clima era muy duro. Lentamente, se fueron integrando un poco más en las rutinas del pueblo, aquellas largas tardes de otoño, en torno a la mesa camilla y al brasero de picón… Las salidas en medio de la noche eran frecuentes, para comprobar si todo estaba bien en el corral de gallinas, y en el pequeño establo que cobijaba un par de vacas, cuya leche siempre era un complemento bienvenido (mi padre me hablaba de la nata, “la de verdad”, que sus padres le daban untada en una loncha de pan de hogaza, “nada que ver con estas mariconadas modernas del pan blanco sin corteza”)… Y algunos “vicios confesables”, como las tardes que pasaba mi abuelo en el Casino, jugando al dominó con otros hombres, y hablando de sus cosas, del campo, del tiempo, de los animales, y muy de vez en cuando, de las huellas de la Guerra Civil, pero nunca del conflicto, ya que el pueblo había sufrido mucho durante aquellos tiempos.

Tres años después de su llegada a Azuaga, nació mi padre… Él siempre me decía que había nacido de casualidad, porque llegó al mundo una tarde de verano (el 3 de julio de 1950, para ser más exactos) en la que mi abuelo estaba en los campos, y la única ayuda que tuvo mi abuela fue la de mi tía Agustina, que con sus cinco años era “muy espabilada y tenía ya cierta experiencia ayudando a parir… a las ovejas”, y de la “tía Luisa”, una buena mujer del pueblo, viuda de guerra y con hijos residiendo en Madrid, que solía trabajar de acomodadora en el cine… El parto fue muy rápido, poco más de dos horas, posiblemente gracias al cocimiento de hierbas del monte que elaboró la “tía Luisa”. Mi tía Agustina también participó en el alumbramiento: cogiéndole la mano a su madre, pasándole un trapo húmedo por la frente, y sobre todo, manteniendo la calma, a pesar del miedo que sentía… Serían las dos de la tarde cuando la “tía Luisa” cogió entre sus manos el menudo cuerpecito de un varón de tres kilos, con el pelo muy negro, y unas tremendas ganas de vivir…

Cuando el abuelo Massimo regresó de los campos, se encontró con su hija, esperándolo junto a la puerta, con su hermano en los brazos… Y su mujer, en la habitación de la derecha, estaba felizmente rodeada por varias vecinas, que le daban los parabienes… Curiosamente, en cuanto cogió a su hijo en brazos, solo dijo seis palabras: “Este es el primer Golden español”. Aquél parecía ser su mayor orgullo… En tres semanas, Grazia ya se había recuperado lo suficiente para regresar a sus frenéticas actividades dentro y fuera de la casa, y no era raro verla acarreando casi siempre a mi padre, pues no tenía a nadie con quien dejarle, y lo amamantaba sin pudor alguno… En septiembre de aquél año (1950), mi tía Agustina empezó a ir al colegio por las mañanas, y no tardó mucho en convertirse en la líder de una pequeña pandilla, pues tenía una habilidad endemoniada para acertar siempre con sus proyectiles en las ramas donde se posaban los pájaros cerca del gran caserón donde las Hermanas del Santo Ángel impartían las clases… y una gran rapidez para salir corriendo las pocas veces que erraba el blanco y destrozaba una ventana…

Para ella, la mayor tortura era el llevar zapatos en el colegio, y en cuanto terminaban las clases, se los quitaba para ir corriendo a casa, y dejarlos a la entrada… Lo más curioso es que jamás pisó un clavo, o un hierro, como si una intuición especial o un pacto con un espíritu guía le indicase dónde poner los pies. En ese aspecto, ha cambiado muy poco… Todavía es un poco cabra loca, un espíritu libre, que necesita sentir la tierra, la piedra, la hierba, el barro, en una palabra, la Naturaleza bajo sus pies… De aquella manera, se instauró una especie de ritual, y los días, y los meses, pasaron… entre las clases, ayudar a su padre en el campo (aunque fuera llevándole el almuerzo, casi siempre, un chusco de pan, y un poco de queso, dentro de un hatillo), ocuparse de los animales por la tarde, y aprender sobre el uso de plantas medicinales y cocimientos de hierbas con su madre y algunas de las vecinas…

¿Qué os puedo contar sobre los primeros años de mi padre? Que era un bebé muy tranquilo, y engordaba bien… Que estaba fascinado por los dedos de sus pies, y trataba de mordérselos casi todo el tiempo… Que dormía muchísimo, de noche y de día… Aunque de vez en cuando le daban unos tremendos ataques de llanto, si uno de los gatos le traía el cuerpo de un pajarito muerto… Amparado por las mujeres de la casa, estaba a gusto dentro de un pequeño universo protector… que sin embargo se rompía cada tarde, cuando el abuelo regresaba a casa y, sorprendiéndole casi siempre, le lanzaba al aire, y le cogía al vuelo, entre mil carantoñas…

Aquellos vuelos sin motor, que terminaban entre los brazos de Massimo, son una de las cosas que se quedaron grabadas con más fuerza en su memoria… Sobre todo, la única vez que falló en el lanzamiento… “Era una tarde del mes de octubre, a mis cuatro años, no paraba de moverme, de hacer trastadas en la casa, y cuando llegó mi padre, le pedí que me lanzase al aire, una vez más, en el patio… Quizás mi padre estaba ya empezando a cansarse del juego, o aquél día había sido más complicado de lo habitual en los campos, o yo le estaba dando mucho la lata… El caso es que me lanzó hacia lo alto sin mirar… con fuerza… y se dio cuenta de que yo no bajaba… Al mirar hacia arriba, me vio enredado entre dos gruesas ramas de la añosa higuera… Iluminado por las luces de la casa, solo se veían mis piernecitas, y los zapatos… A mi padre le dio por reírse, a mí también, incluso estando colgado a más de dos metros de altura (yo pesaba muy poco, y mi padre era casi un gigante, acostumbrado a las labores del campo)… Tuvieron que pedir prestada una escalera a Miguelón, nuestro vecino, para bajarme…”

Mi padre era una persona muy sensible, a veces demasiado para tratarse de un zagal de campo. No entendía el concepto de la muerte, por eso, se ponía muy triste cuando de alguna manera tenía que hacerle frente. En el pueblo siempre tuvieron gatos, en casa, en el campo, a veces incluso siete u ocho a la vez, cuando las morrongas se ponían de parto, y solo se quedaban con uno o dos de cada camada; los demás o bien los regalaban a los vecinos cuando ya estaban destetados, o los soltaban en el campo (aunque otras veces, los mataban, y casi siempre era el abuelo quien se encargaba de hacerlo, con su barreño de plástico lleno de agua).

También tuvieron una dinastía de pastores alemanes, el más grande de todos se llamaba Sol, un cruce de perro lobo… Era un perro extremadamente fiel, pero super protector con los más pequeños de la familia. Era de carácter noble, y una fortaleza descomunal: en el pueblo, todavía se recuerda la ocasión en la que el abuelo había quedado a tomar algo con los amigos en el Casino, dejando a Sol en la puerta de la calle, que era de cristal grueso… A Miguelón se le ocurrió pedirle que lo llamara, mi abuelo lo hizo… y Sol atravesó el cristal de la puerta, dejando su silueta perfectamente recortada… mientras Massimo y Miguelón se hacían los locos… Sol terminó su andadura trabajando con la Guardia Civil, en la Unidad Canina, y varios de sus hijos siguen prestando sus servicios en el Cuerpo…

Lo que mi padre no podía comprender era la necesidad de comerse a los animales que él mismo alimentaba cada día… Los huevos no le daban pena, porque de alguna manera, no los asociaba con las gallinas (a todas ellas les ponía nombre: Petra, Dori, Candelas…), hasta que un buen día asistió al nacimiento de un pollito, comprendiendo de esa manera que se los estaba comiendo… La experiencia más traumática fue cuando criaron un chivito (al que llamaron Copito de Nieve), que al empezar a desarrollar los cuernos, cogió la manía de emprenderla a topetazos con toda la familia… Mi abuelo lo mató, y se lo comieron con los vecinos… mientras que mi padre los miraba desde lo alto de la higuera, a la que había terminado cogiendo mucho cariño desde aquél vuelo…

En 1957, era un zagalín bastante trasto, muy inquieto, que hablaba con fluidez, y que descubrió su gran pasión, la mecánica, por accidente: nunca mejor dicho, porque tiró al suelo el gran reloj que su padre había traído de Italia…

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