No hay normas para el dolor, ni se pueden medir las ausencias, cuando eres sensible, todo te afecta...
Yo era muy pequeña cuando me regalaron a Cachivache, un hámster blanco y rubio... Era mi primera mascota, y cuando lo vi, dentro de su jaula de acero, con su lecho de papel de periódico, sus virutas de madera, y su noria de plástico... no sé, me sentí grande y poderosa a su lado… Me gustaba mucho mirarlo, cuando se ponía a corretear por la planta baja de la jaula, y luego se cansaba, y se ponía a dar vueltas en redondo, como persiguiéndose el rabito... y al final, terminaba subiendo a la planta alta de su dúplex, donde tenía la cuna, y el jacuzzi... Bueno, yo lo llamaba así, pero en verdad era un cacharro azul, lleno virutas de serrín, en el que le encantaba esconderse… asomando solamente su hociquito rosa…
Al cabo de un par de semanas, me atrevía a cogerlo en las manos... Cachivache se asustaba mucho, su pobre corazón se disparaba por la ansiedad, y lo notaba latir alocadamente a través de su fino pelo... Pero un mes más tarde, él ya había perdido el miedo… y yo también… Cuando no había nadie en casa, lo sacaba de la jaulita, y cerrando la puerta de mi dormitorio, lo dejaba correr libremente... o bien jugábamos un poco, con algunos circuitos improvisados, poniendo cuentos abiertos por la mitad como si fueran túneles; o una fila de muñecas para que corriese entre ellas...
Un par de veces jugamos a "Indiana Jones", pero no le entusiasmó el tener que correr delante de una bola roja de plástico, entre altos muros de libros... De vez en cuando, lo llevaba a otras habitaciones, o le ponía un cascabel al cuello, o le ataba un ovillo de lana al arnés improvisado, y seguía todo el recorrido por la casa, hasta encontrarlo, casi siempre comiendo algo que no debía: uno de los puros de mi padre, la funda de gafas de gamuza de mi madre, o directamente las páginas de una novela policiaca...
Era un hámster muy temperamental, y cuando no estaba de acuerdo con alguna “actividad”, lo demostraba… a base de mordisquitos, o de pequeños gruñidos… Su mayor interés, de cualquier modo, era la comida… bueno, y el sexo… con su peluche rojo… En la clínica veterinaria nos aconsejaron que le comprásemos una compañera, para que se desfogase un poco, pero no nos apetecía demasiado que la casa se nos llenase de ratones, sin importar lo majos que fuesen… Y la segunda opción, castrarlo, nos parecía una crueldad innecesaria… Por eso, le compramos el ratón de peluche rojo, y de vez en cuando, aprovechando que estaba dormido, lo cogíamos para lavarlo un poco…
Pero a Cachivache, lo que de verdad le gustaba, era nadar... Lo descubrí por casualidad, una mañana en que me estaba lavando la cara con agua caliente, y se lanzó desde mi hombro al lavabo... Pensé que se asustaría, pero no, empezó a nadar de un lado al otro, trepando un poquito por las paredes... La siguiente vez, hasta le puse una esponja en medio, para que se secase un poquito, antes de seguir jugando... Casi siempre, le metía en un trapo de cocina, y le frotaba suavemente, hasta que notaba que tenía el pelo bien seco… Un par de veces lo intenté con el secador de pelo, pero se asustaba muchísimo, y salía corriendo cada vez que lo enchufaba… bueno, mitad corriendo, y mitad arrastrado por la corriente de aire caliente… Supongo que para él, era el mismo efecto que si nosotros nos poníamos delante del reactor de un avión…
Fue un verano y un otoño muy divertido, pues hasta que no tuve que volver al cole, le saqué varias veces de paseo por el piso, y le gustaba mucho ver el mundo desde la terraza, con sus ojitos miopes... Y la tele, otra de sus grandes pasiones, sobre todo las pelis de terror y los programas de cotilleo, que le daban muchísimo más miedo, con esas voces...
Pero llegó el invierno... El segundo invierno... Nosotros seguimos con nuestra rutina de juegos, circuitos, paseos, y baños... Pero una mañana de noviembre, cálida y soleada en teoría, Cachivache se dio un buen baño con agua caliente, y luego, con su pequeño arnés que mi madre le cosió a medida, y su cascabel, con esa pinta tan cómica que tanto nos hacía reír a todos, se empeñó en salir a la terraza, y quedarse un ratito viendo las copas de los arboles, y los coches en la calle... Parecía feliz, mientras cotilleaba como una maruja su pequeño universo...
No me di cuenta de que estaba cogiendo frío... Lo volví a meter en su jaulita, y se puso a jugar con las cosas... Por la noche, estaba más tranquilo que de costumbre, y al cogerlo para darle un besito de buenas noches en el hocico, me pareció que estaba un poco más caliente de lo habitual, aunque no le di mucha importancia: era demasiado pequeña... Y por la mañana, cuando fui a saludarle antes de ir al cole, comprobé que estaba muy quieto, acurrucado en su cuna... y no le quise despertar...
Por la tarde, cuando llegué a casa, al verle la cara a mi madre, comprendí que algo no iba bien... Me fui corriendo a mi cuarto, para saludar a Cachivache... Pero la jaula estaba vacía... Y tampoco estaba su cunita de trapos... Mi madre se acercó a mí, lentamente... Y en las manos tenía la cunita de Cachivache, y él estaba dentro... "Beatrice, me dijo mi madre... Cachivache se ha muerto... Ya ha terminado su tiempo entre nosotros... Y lo único que podemos hacer es recordarle tal y como era, con toda su alegría, sus ganas de vivir, sus ruiditos, sus manías... Y al enterrarle... le estamos facilitando la entrada en el cielo de los hámsters..."
Cachivache descansa en un enorme tiesto, en el salón, a la sombra de un tronquito de Brasil de casi un metro de alto (sin contar las hojas)... Y cada vez que lo miro, me acuerdo de él... Subió al "cielo de los hámsters" hace muchos años, yo tenía once... Sé que murió por un constipado, que le dio fiebre, al coger frío en la terraza... Lo echo mucho de menos...
Pero algunas noches... Cuando la casa está silenciosa... Escucho el pequeño chirrido de la noria... Y sé que Cachivache ha venido a hacerme una visita... Mi querido Cachivache...
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