domingo, 4 de septiembre de 2011

37. RECORDANDO A MI PADRE (2)

A veces, resulta muy complicado el reconstruir los pasos, la vida, de otra persona… Y cuando te decides a hacerlo, es una especie de catarsis… pues de alguna manera, estás aprendiendo a conocerte a ti mismo… y exorcizando los fantasmas del pasado…

Mi padre era un niño inquieto, el líder indiscutible de las pandas de golfillos que se juntaban en medio de los prados, en la parte posterior del matadero, para “jugar a la guerra”… Eran, como no podía ser de otra manera, los “fachas” contra los “rojos”, y de tarde en tarde, se dividían entre “indios” y “vaqueros”… Nunca hubo que lamentar graves daños personales, aunque sí se rompieron dos o tres brazos, alguna que otra pierna, y se abrieron varias cabezas, sobre todo con las peleas de bolas de nieve del invierno, cuando el truco para multiplicar su alcance era el rellenarlas… con una piedra… Durante aquellos veranos, después del colegio, también les gustaba mucho a los chavales recorrer los aledaños del apeadero, buscando alguna moneda, algún objeto, que se hubiera caído del tren… Pero solo los más valientes se atrevían a inspeccionar uno de los lugares más misteriosos del pueblo: los túneles y galerías del Castillo de Miramontes, y la mayor prueba de hombría era el penetrar en la primera de las cámaras, a la luz de una vela, y tocar la pared del fondo…
Todavía hoy, los más viejos del lugar hablan con cierto temor de las ruinas del castillo, de sus túneles, algunos de ellos conocidos desde 1332, que enlazaban la fortaleza con las viejas minas de carbón. Se recuerdan varias expediciones durante los últimos cien años, en las que ninguna de las personas que se adentraron en las profundidades volvió a ver la luz del sol, ni siquiera una organizada por especialistas del Ejército de Tierra…
En aquellos lejanos tiempos, me refiero a los años 60, el tramo inicial era accesible, y estaba escondido entre unas matas al pie del torreón, pero el paso de las estaciones debilitó las centenarias paredes, y se hundió el techo… aunque perduran las historias de fantasmas, de aparecidos, de ruidos extraños… Marzio, mi padre, fue uno de los últimos en salir del pasadizo el día del hundimiento, cubierto de tierra, polvo, raíces, telarañas… y se ganó un bofetón de mi tía Agustina, que muchas veces ejercía de cuidadora de fieras, por ese dudoso honor que concede el ser “la mayor”… Aunque eso no fue nada, comparado con el monumental “soplamocos” que le pegó Massimo, mi abuelo, más que nada por el miedo de perderlo por una de sus innumerables trastadas[1]
Pero si hubo una ocasión en la que mi padre cambió, de alguna manera, su destino, fue cuando a los siete años, se le ocurre subirse a la añosa cómoda de su padre, uno de los primeros muebles que compraron al llegar a España, para guardar los escasos elementos del ajuar que sobrevivieron al viaje desde Italia… No era un mueble de segunda mano, no… como poco, era de quinta o sexta mano, recio, pesado, fuerte… al menos, en apariencia… Porque escasos segundos después de que mi padre culminase la escalada, por el socorrido método de ir abriendo los cuatro grandes cajones, la pata delantera derecha se venció, y el mueble, el niño, y las cuatro cosas que estaban encima, terminaron en el suelo… El mueble se reparó sin problemas, y de paso, le quitaron diez capas superpuestas de barniz, a mi padre no le pasó nada… pero el reloj del abuelo Tomasso terminó esparcido por el suelo… Es un reloj feo, con forma de capillita, con cuatro columnas torneadas, una especie de angelote en el centro, y justo encima, una esfera, con los caracteres algo desteñidos… Y mi padre tuvo miedo, pero del auténtico, porque había roto el único objeto que ligaba a Massimo a su pasado… Debían ser las diez de la mañana de un miércoles cualquiera, y mi tía Agustina y él estaban solos en casa…
 Al principio, los dos se quedaron paralizados por el terror, imaginando las consecuencias que podría tener el estropicio… Mi tía estaba dudando, entre ayudar a su hermano a solucionar el desaguisado, o irse directamente a la parroquia, a contárselo a mi madre, cuando de alguna manera, decidieron colaborar en la ocultación de la fechoría: entre los dos, recogieron lo mejor posible todas las piezas del reloj, poniéndolas en un paño blanco, y consiguieron poner en su lugar la cómoda, a base de ir vaciando todos los cajones, colocando la ropa perfectamente doblada en montones clónicos, y utilizando después una silla del comedor para terminar la faena…
Solo faltaba hacer dos cosas: decirle a mi abuelo que “la pata parece rota”… como si fuera obra del Espíritu Santo… y montar de nuevo el reloj… Seis horas tardó mi padre en culminar la faena, con la inevitable pausa para comer, rezando al mismo tiempo para que Grazia no se fijase demasiado en la cómoda… Con paciencia de alguien mucho mayor, estuvo probando los lugares más factibles donde podían encajar los distintos muelles, tuercas, engranajes… y remató la faena dándole cuerda al reloj… Cuando mi abuelo volvió a casa, enseguida notó algo distinto… Un sonido que, de alguna manera, no debería estar allí… Era un “tic-tac”, lento y rotundo, que parecía venir del comedor… “Non è possibile… Non è vero… Non lo credo…”[2]
 Lo repetía, una y otra vez… Marzio, pensando que había actuado mal, se puso a llorar, temiendo el castigo, y lo confesó todo (la escalada, la caída, la pata…) y mi tía, Agustina, la “mayor”, por solidaridad o por el castigo que podía recibir como encubridora… también se puso a llorar… Y Massimo… bueno… también lloraba…  pero de alegría… Aquél reloj casi centenario llevaba más de treinta años parado, por un defecto en el mecanismo, que de alguna manera, mi padre consiguió reparar… Aunque no se libró del “soplamocos”… por haber roto la pata de la cómoda…
Durante tres años, a partir de los nueve, estuvo trabajando con Don Segundino, el dueño de la relojería de la calle Principal, cuando terminaba las clases, y allí se sentía feliz: era un reto cotidiano, la sensación de poder encontrarse cualquier cosa sobre la mesa de la trastienda, desde el más sencillo reloj de pulsera, hasta una caja de muñecas del XIX, y por encima de todo, las ansias de aprender el funcionamiento del mundo de lo pequeño, lo diminuto… Llegó un día en que no tenía nada más que aprender del viejo relojero… Mi padre buscaba nuevos retos, y se había cansado de la lupa, las pinzas y las minúsculas aceiteras…
Y fue entonces cuando entró en escena Anacleto… Era un hombre peculiar, pues además de su gran pasión por el campo, tenía un vicio secreto: los coches antiguos… En su granero, en mitad de una parcela siempre llena de barro, se encontraban dos “Seiscientos”, tres “Cuatro latas”, y un extraño bulto que se encontraba en la parte posterior del granero, tapado por varias lonas embreadas… Todos ellos en distintas fases de reparación, porque Anacleto era una de esas personas de mentalidad inquieta, que no son capaces de dedicarle mucho tiempo a una sola cosa: por eso tenía los animales de granja, los coches, el campo, los olivos, la colección de veletas… Por eso contrató a mi padre de aprendiz mecánico, para llevar a cabo las reparaciones pendientes, y en cierto modo, obligarse a sí mismo a terminar algunos de sus proyectos…
Durante cuatro años, cada tarde, al salir de la escuela y con la comida de su madre bajándole por el gaznate, Marzio cogía su bicicleta, y emprendía la ruta hacia el campo de Anacleto, que distaba sus buenos diez kilómetros del pueblo. Al llegar al granero, se encontraba con “el esqueleto”, que le esperaba con el mono puesto, el puchero de café recién hecho[3], y una enorme caja de herramientas, que parecía más bien un baúl de ferrocarril… Contando con la ayuda de una de la “Enciclopedia de Bricolaje del Automóvil” de la editorial Uve, y de varios manuales que les mandaba un amigo mecánico de Sevilla, se pusieron a desmontar todos los coches del mismo ramo, para comprobar el estado de las piezas, y conseguir poner en funcionamiento al menos uno de cada tipo… aunque al final, consiguieron reconstruirlos todos, gracias a innumerables llamadas a talleres y desguaces de toda España…Y una tarde del mes de octubre de 1965, mi padre por primera vez se puso al volante de su primer coche, un “Cuatro latas” granate y negro, con el que realizó el que sería el primero de sus múltiples viajes a Sevilla, con mis abuelos y mi tía de pasajeros…
De todas formas, el granero del “esqueleto” todavía guardaba una sorpresa, pues bajo las lonas embreadas, y durmiendo el sueño de los justos desde hace más de cuarenta años, con el chasis calzado sobre ladrillos de adobe para no dañar las ruedas, se encontraba la joya de la corona: un Ford Modelo T de 1908, de intenso color negro… con las ruedas de color blanco… “En toda mi vida, solo he tenido dos flechazos… El segundo fue por mi mujer… El primero, por aquél Ford Modelo T…”, así de claro y de contundente se expresaba mi padre, muchos años después… “No me atrevía ni siquiera a acercarme, aquella máquina poesía un alma, rebelde, indómita, y en el fondo, solo estaba esperando  a que alguien la despertase… Anacleto nunca quiso decirme cómo llegó al corazón de Extremadura, pero dicen las malas lenguas que llegó a España a través de Portugal, que un promotor operístico lo trajo para su amante poco después de la Guerra Civil… Que hubo una historia de celos, que se saldó a navajazos en el barrio de Triana… Y el coche fue vendido a un terrateniente, en la época del hambre… Al final, Anacleto escuchó los rumores que lo situaban en un cortijo cerca de Castuera, y lo compró por cuatro cuartos… El último viaje lo hizo remolcado por dos mulas…”
Pero aquello era el pasado, pues Anacleto tenía un sueño: restaurarlo completamente, y ponerlo al servicio de la comunidad (previo pago) en los grandes eventos, porque le parecía muy triste que las novias llegasen al Cristo en carreta o caminando… Hicieron falta dos años, de arduo trabajo, cada tarde, para desmontar el motor, engrasarlo, recolectar las piezas que faltaban a través de coleccionistas o de antiguos talleres, innumerables llamadas telefónicas buscando manuales sobre su mecánica, y la imprescindible colaboración del tornero de un taller sevillano del barrio de Triana, para completar el puzle… Aunque todas las penurias se vieron compensadas, con el primer rugido del motor, y los primeros metros del dinosaurio, el 23 de abril de 1967, que significaron de alguna manera el final de otra etapa en la vida de mi padre…
En febrero de 1968, Marzio fue llamado a filas, como todos los jóvenes de su quinta. Al principio se incorporó al cuartel de Sevilla, pero al comprobar sus conocimientos de mecánica, le incorporaron a la estructura del Parque Móvil, y de ese modo, se convirtió en un excelente mecánico… Durante varios años, estuvo trabajando en un taller de mecánica de coches y de tractores, ubicado a las afueras del pueblo, pero también allí alcanzó su límite: necesitaba saber más de motores, comprender su funcionamiento, y satisfacer sus ansias… La familia se llevó un gran disgusto en 1971, cuando decidió irse a Madrid… aunque yo me alegro mucho de que lo hiciera… Porque así conoció a mi madre…
Como muchos otros inmigrantes, llegó a Madrid en tren con lo puesto, una pequeña maleta de cartón, un puñado de ilusiones, y una promesa de contrato de trabajo en la Ford. De poco sirvió la carta de recomendación del relojero, ni la de Anacleto (aunque le llamaron para confirmar la historia del Ford Modelo T), ni siquiera la del Coronel García de la Fuente: como todos los solicitantes, tuvo que someterse a varias pruebas durante dos semanas, y a partir de ese momento empezaron a pagarle… ¿Qué cómo sobrevivió aquellos días? Se quedó a dormir en un banco de los vestuarios… y comía en los bares de la zona… Si alguien conocía su situación, nadie se dio por enterado, quizás porque todos ellos habían pasado por la misma prueba, y de alguna forma debían permitirle mantener intacta la moral…
Con la primera nómina en el bolsillo, se pudo alojar en una pequeña pensión de la calle Laguna, durante el gran “boom” del barrio de Carabanchel, incluyendo la llegada del Metro en 1968[4]… Al pasar los meses, alquiló una habitación en la calle de la Gaviota, con varios compañeros… pero la convivencia se hizo algo complicada, y terminó cambiándose de piso, a la calle Pinzón… Era uno de esos arreglos que benefician a todas las partes: mi padre tenía cama y comida por un módico precio, y doña Gertrudis, la costurera, estaba acompañada por una persona atenta, que no tenía ningún problema en leerle la prensa del día… Durante aquellos dos años, hasta 1974, mi padre se acostumbró a leer el “ABC” a diario, y a mantenerse al tanto de la situación política y cultural… “Sin doña Gertrudis, no habría aprendido a pensar por mí mismo, ni a tener independencia de criterio: seguiría siendo uno de tantos botarates, incapaces de ver más allá de su nariz, un borrego en tierra de lobos… Otra cosa es que no me gustasen sus ideas políticas, porque ella nunca me ocultó que era fascista, y yo he sido toda la vida bastante rojillo… También era dueña de una ecléctica biblioteca, donde se daban la mano Cicerón, Margarita Xirgu, Cervantes, Lorca, Galdós, y otros muchos escritores y dramaturgos que no recuerdo… Era una especie de ritual: volver a casa, dejando los zapatos en el felpudo interior, ponerme las zapatillas, una buena ducha y un cambio de ropa, lectura del periódico hasta la hora de cenar, y después, alrededor de una hora leyendo en voz alta una novela… luego, escuchar un poco la radio, y a dormir sobre las once…” En 1974, una noche de marzo, cuando ni siquiera las frágiles hojas de las acacias parecían anunciar la primavera, doña Gertrudis murió, mientras mi padre le estaba leyendo el periódico. Solo pronunció una palabra, muy bajito: “Rosebud…”
Que no, hombre, que es mentira… Solamente suspiró un poco más fuerte, y murió… Me encantaría poder decirte, querida lectora constante, que mi padre heredó el piso, porque su casera le había tomado cariño durante aquellos años… y de alguna forma, no dudo que le habría gustado hacerlo… Pero no pudo ser, porque Quique Meiner, el nieto siempre ausente que vivía en Bilbao, le concedió diez días a mi padre, para buscarse otro alojamiento, antes de cambiar la cerradura… y vender el piso a una inmobiliaria… Menos mal que esta vez encontró ayuda en sus compañeros de taller: Bautista García, también mecánico de primera, le ofreció alojamiento temporal en casa de sus padres, pues tenían una habitación libre, al haberse emancipado el hermano mayor, que trabajaba en América. En el piso, situado en la calle de la Oca, vivían en aquellos tiempos mi padre, su amigo el mecánico, Ana Isabel (la madre), Francisco (el padre)… y Laura, mi madre[5]


[1] [Lo mejor de haber tenido un padre que ha hecho de todo cuando era chaval, es que difícilmente puede tener la cara dura de regañarte por hacer las mismas cosas que él… Y es cierto, cuando me empeñaba en subir por los árboles de La Chopera, o en saltar desde los pedestales de las viejas estatuas, le costaba mucho llamarme la atención… Aunque, por supuesto, las cosas cambiaban en presencia de mi madre: ni Dios me libraba de la colleja, o del tortazo en el culo… Y las veces que se me ocurría hacer demasiado el bestia delante de mi abuelo… bueno… tenía la ocasión de comprobar que no había perdido práctica con sus conocidos “soplamocos”…]
[2] [“No es posible… No es cierto… No lo puedo creer”]
[3] [Las primeras veces, el café, “tan fuerte como la medianoche”, le sentaba un poco mal… De cualquier forma, mi padre solo tenía doce años cuando lo probó, pero al final se ha convertido en uno de sus mayores “vicios”, y si tuviera que asociar un olor a Anacleto, sería una mezcla de grasa de motor, y de café negro…]
[4] [Madrid se apoderó de sus sentidos y de su voluntad… Él fue uno de los primeros en traer productos alimenticios directamente desde el pueblo, para amigos, y conocidos, a cambio de un módico precio… A mi madre, sobre todo le gustaba la miel, que venía de unas colmenas en Granja de Torrehermosa, y le volvían (y le siguen volviendo) loca las flores de masa de hojaldre, que preparaba una vecina…]

[5] [Es curioso, nunca la llamo por su nombre, Laura… Siempre le digo “mamá” o “madre”… Igual a ti te pasa lo mismo…]

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